lunes, 6 de julio de 2009

A la espera de una familia

Son cada vez más familias que se forman mediante la adopción de chicos de más de 3 años o grupos numerosos de hermanos. Sin embargo, son muchos los chicos que esperan en instituciones y son más los padres que todavía no se animan a esta posibilidad.

Sábado 20 de junio de 2009. Diario La Nación de Buenos Aires

Ninguna historia es igual a otra, pero todas conmueven por la sensibilidad, el arrojo frente a lo desconocido y la capacidad de sobreponerse a situaciones adversas. Por eso y a pesar de sus diferencias, todas comparten un tronco común que las tiñe del mismo sentido: un profundo deseo de formar una familia y un fascinante camino recorrido para conseguirla.

En los padres, porque no encontraron en la biología la manera de tener hijos. En los hijos, porque las circunstancias los llevaron a necesitar otra familia que los acogiera. Dos expectativas de felicidad que se unen en la adopción, venciendo montañas de prejuicios e inseguridades. Sin embargo, en estos casos, el desafío es mayor, porque el ensamble familiar se da con niños de más de 3 años o grupos de hermanos, que cargan sus propias historias y fantasmas.

Cuando los años de tratamientos de fertilización fallidos obligan a imaginar otras opciones para poder canalizar todo el amor de padres, la adopción se asoma, tímida y sigilosa, como una posibilidad. En ese momento, es fundamental el apoyo de las ONG especializadas en el tema, que pueden erradicar todas las dudas y miedos lógicos de los padres, y acompañarlos durante el proceso. "La mayoría de los adoptantes quieren reproducir con ese menor las etapas vitales de un padre biológico, y por eso prefieren adoptar bebes de menos de un año. Desde que nacen y tienen pocos meses hasta cambiarles un pañal y darles una mamadera. Existe cierto temor infundado a que a determinada edad los chicos ya tengan patrones de conducta o problemas de salud irreversibles", explica Pablo Padula, defensor civil y comercial N° 4 de Posadas.

Hoy sobran personas dispuestas a acoger a niños de menos de un año, que tienen que esperar un promedio de 3 años para hacerlo, y faltan padres con intención de adoptar a chicos en edades más avanzadas, grupos de hermanos o con problemas de salud, que los jueces entregan en cuestión de meses, para evitar que sigan pasando sus infancias en hogares o institutos.

Si se le suma que no todos los menores que necesitan una protección especial están en condiciones de ser adoptados, el número se achica. Para que alcancen esa condición, tiene que existir una decisión judicial que dictamine la necesidad de buscarles otra familia. Esto sucede cuando la familia de origen no puede asumir la crianza, o por causas graves como maltrato, abuso o negligencia en el cuidado. "Es probable que la Justicia se demore más de lo necesario a la hora de decretar la adoptabilidad de los niños, sobre todo considerando que cada día en la vida de un niño puede cambiarlo para siempre. Pero garantizar el cumplimiento del estándar del interés superior del niño no es tarea fácil: hay que investigar no sólo en la historia de vida, sino también asegurarse de que mantenerlo en el entorno familiar es inviable y, sobre todo, encontrar el mejor hogar posible para ese niño en particular", dice Liliana Bertolotti, jueza de familia de Posadas, para responder a las quejas sobre los largos plazos en los procesos de adopción.

Video: a la espera de una familia

Vida nueva
A Julio y Jacqueline fue su psicólogo de pareja el que les aconsejó acercarse a Prohijar después de varios intentos fracasados de embarazo. Empezaron a participar de las actividades y reuniones de la entidad y después de varios meses se anotaron para adoptar a dos hermanos de hasta 7 años, cuando en un primer momento sólo querían un bebe de hasta 2 años. "Cuando nos llamaron para contarnos el caso de un grupo de hermanos, de 7, 8 y 9 años, yo pensé que era ideal, porque ya teníamos tres perros, uno para cada uno", cuenta Julio, con una sencillez que refleja la forma práctica en que se toma la vida.

Para compensar, Jacqueline tenía los miedos lógicos de cualquier mujer a la hora de ser madre, pero además la asustaba un poco la idea de adoptar a chicos de estas edades, porque tenía 33 años y se sentía muy joven. "El día en que nos hablaron de estos chicos justo dio testimonio en la fundación un padre que había adoptado a cuatro y lo contó con tanta alegría que me dio esperanzas. Yo estaba preparada para una tragedia, entonces todo lo que vino después fue mucho más fácil", confiesa Jacqueline.

El recuerdo de cómo llegaron a ser familia viene acompañado de lágrimas, silencios y mucha alegría: la llamada para ver si estaban dispuestos a vincularse con estos chicos; el día en que los conocieron en la fundación y a las pocas horas ya jugaban en la plaza, y esas primeras sensaciones de sentir propias a esas personitas antes desconocidas. "En cuanto los vi me puse a llorar y a reír porque el más grande se parecía muchísimo a Julio, y hoy se parece más todavía porque le copió algunos gestos", dice esta madre, psicóloga de profesión.

Siguieron 45 días de varias salidas para empezar a conocerse, hasta que el 13 de diciembre de 2007 ya estaban viviendo juntos en su casa de Colegiales. "Maxi, el día en que nos conoció, le pidió un bolso al director del hogar y lo tenía preparado debajo de la cama, listo para irse", dice Julio, para enfatizar la tremenda necesidad de todos los chicos que viven en hogares de tener su familia.

En ese momento, Jacqueline trabajaba en tres lugares y pidió nueve meses de licencia. Además, tuvieron que vaciar todos los placares y modificar el lavadero, pero sobre todas las cosas tuvieron que modificar su estructura diaria. "Nos costó organizarlos porque ellos tenían otro estilo de vida. Aprendieron a ser ordenados, a respetar el horario de la cena, a no comer con el televisor prendido, a no masticar con la boca abierta. Pero lo primero que tuvieron que aprender fue a dejarse querer y a cambiar su imagen sobre los padres", dice Julio con sabiduría.

Los hijos de Julio y Jacqueline hoy tienen 12, 10 y 9 años; se están nivelando en el colegio; han formado un nutrido grupo de amigos, y tienen una familia que los adora.

"Parece imposible, pero no lo es. A mí me completó como persona el ser mamá. El mito más fuerte que hay que vencer es que la biología hace a la maternidad, cuando lo que la determina es el ejercicio del rol. Yo tengo el beneficio y el orgullo de que mis hijos nos eligieron como padres, y eso no es común", concluye Jacqueline.

No existen cifras oficiales sobre la cantidad de chicos que esperan una familia, y eso no permite tener una dimensión acabada de esta problemática. Sin embargo, según un relevamiento realizado por el Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación, la Secretaría de Derechos Humanos y Unicef, en 2006, cerca de 20.000 chicos y adolescentes de hasta 21 años residen en 757 establecimientos, y el 84,8% permanece allí privado de su libertad por causas no penales, sin la posibilidad de vivir en familia. A su vez, algunas ONG estiman que en la provincia de Buenos Aires son cerca de 12.000 los chicos que siguen esperando, y en la ciudad de Buenos Aires, alrededor de 3000.

Del otro lado, se encuentran los 500 postulantes que por año se inscriben en el Registro Unico de Aspirantes a Guarda con Fines Adoptivos, que funciona en la ciudad de Buenos Aires. Las guardas otorgadas por juzgados porteños no superan las 100 por año; por lo tanto, hay tres veces más inscripciones que guardas. Cuando se analizan las condiciones establecidas por los 1403 inscriptos para adoptar, nadie está anotado para recibir a cinco hermanos, una sola persona para adoptar a cuatro, 19 para tres y 551 para dos hermanos.

En el Registro Unico de Adoptantes, de alcance nacional, pero al que sólo 10 provincias han adherido voluntariamente, existen 1851 legajos admitidos, de 388 aspirantes monoparentales femeninos, 15 aspirantes monoparentales masculinos y 1448 matrimonios. Esto habla de un total de 3299 personas si se contabilizan por separado los esposos y esposas. De éstos, 886 aceptan hermanos; 377, niños con problemas físicos, y 177, niños con VIH negativizado.

"En la adopción de chicos más grandes, es muy importante el tiempo dedicado a la previnculación, porque es el primer paso respecto del consentimiento. Nosotros buscamos padres para los niños y no niños para los padres. Por medio de charlas que damos durante todo el año, vamos acompañando a los padres en la espera, a la vez que los formamos", explica Adriana Abeles, de Campos del Psicoanálisis.

Una nueva tendencia que los especialistas señalan es el aumento del número de mujeres y hombres solos que se acercan para adoptar a chicos más grandes. "Esta es una realidad cada vez más frecuente. En nuestra fundación, cerca del 25% de las personas que atendemos adoptaron a chicos más grandes o están en proceso. En general, tienen más de 40 años y son monoparentales, porque empezaron a pensar en la paternidad de grandes", cuenta Graciela Livsky, de la Fundación Adoptare.

"Existe la fantasía de que si uno adopta un niño chico todo va a parecerse a lo que sería un hijo propio. Y esto no es así, porque hay una memoria genética. Con los niños grandes, la gran ventaja es que ellos participan del proceso", sostiene María Adela Mondelli, de Fundación Adoptar.

Todos coinciden en que para poder adoptar a grupos de hermanos y a chicos más grandes hay que tener muchas ganas, espacio físico, recursos económicos acordes, un gran acompañamiento de una ONG, y el apoyo de todo el entorno. Como el niño también carga con sus tiempos y condiciones, se requiere de una disponibilidad afectiva muy grande de los adoptantes.

"Se necesitan para estos chicos familias con mayor fortaleza, flexibilidad y disponibilidad para pedir ayuda cuando lo necesitan", agrega Sandra Juárez, de Prohijar.

Padres por casualidad
No hace falta creer en la predestinación para empatizar con la historia de Raúl y Marta Orsi, que se transformaron en padres casi por casualidad. Todo empezó en diciembre de 1988, el día en que aceptaron el ofrecimiento del hogar La Casa de la Niña, ubicado en su misma cuadra, en Santa Fe capital, para recibir a María de los Angeles, de 7 años, en las Fiestas, porque el hogar cerraba sus puertas esas dos semanas.

"Nosotros llevábamos 5 años de casados y ni siquiera teníamos intenciones de adoptar en ese momento", dice Raúl. En ese entonces tenía 29 años, y su mujer, 28, y ya empezaban a sentir la presión social de no tener hijos.

Bastaron solo dos semanas para que María de los Angeles tenía problemas de aprendizaje, casi no les hablaba y le costaba socializar. "Era morochita, y el primer fin de semana nos dio vergüenza ir con ella a misa y fuimos solos. En la semana, lo hablamos y nos sentimos muy incómodos. Nos decíamos muy cristianos, pero cuando llegaba el momento de compartir con otras personas, nos había ganado el prejuicio", confiesa Raúl.

que esta nena, que al principio se mostraba fría y retraída, se integrara en sus vidas. "Estábamos viendo una película con la nena. Se sentó en mi falda y apoyó su mejilla sobre la mía. Fue una cosa mágica, como si una varita me tocara el corazón", relata Raúl emocionado.

Vivieron la Navidad más linda de sus vidas y eso los convenció para ir al hogar a preguntar por la situación de María de los Angeles y enseguida empezaron los trámites de adopción.

Los primeros tiempos fueron duros por el desconocimiento, y porque no tuvieron un grupo u ONG que los guiara. Sin embargo, volcaron todo el amor contenido en su nueva hija. "Nosotros nos preguntamos cómo habría sido de bebe, y lo tomamos con naturalidad. De chica le leíamos libros sobre la adopción. Lo que nos iba preguntando, lo íbamos manejando. Si uno lo habla con naturalidad, deja de ser algo fantasioso o para ocultar", dice Raúl.

Dentro de su nueva familia, María de los Angeles pudo superar sus problemas de aprendizaje. "Hizo toda la primaria, la secundaria y luego se recibió de técnica agrónoma", dice Marta orgullosa.

Hoy, con 28 años, y madre de dos pequeños, María de los Angeles sigue disfrutando de los programas con sus padres. "Con los nietos fue que nos dimos el gusto de cambiar pañales y jugar a la pelota", dice Marta, quien ahora vive junto a su familia en Esperanza, Santa Fe, y a sólo 8 cuadras de su hija. Se emociona cuando habla del vínculo profundo y sólido que pudo establecer con su hija. "Yo a veces escucho a otras madres que se quejan porque sus hijos no les prestan atención, y en mi caso María de los Angeles es super compañera", dice.

Problemas
Los chicos que son adoptados de grandes vienen de largas situaciones de vulnerabilidad y con demasiadas carencias. Por eso, cuando encuentran una nueva familia que además de amor los llena de confort material, muchas veces tardan en adaptarse. En general, necesitan un tiempo para aprender a valorar las cosas y a compartirlas, porque nunca tuvieron nada propio.

También son frecuentes los problemas de aprendizaje y las complicaciones en el cumplimiento de normas y pautas familiares. "Recibimos consultas sobre chicos con voracidad en la alimentación o que guardan comida, chicos grandes que se orinan encima o no se quieren bañar. También en las familias hay normas con respecto a la intimidad y la sexualidad que los chicos desconocen y que tienen que aprender", explica Beatriz Gelman, de Adoptare.

Gabriela y José Cvitovic, de San Antonio de Areco, vivieron con sus 4 hijos adoptivos algunas de esas complicaciones con la mayor naturalidad del mundo. Miedo a la hora de bañarse, camas mojadas por las noches, falta de demostraciones afectivas y berrinches. "Pero en el andar fuimos aprendiendo y creciendo juntos. Ellos a tener nuevos papás y nosotros a tener nuevos hijos", dice José, productor agropecuario de la zona, desde el sofá del living de su casa, mientras dos de sus hijas hacen monigotadas a su alrededor.

En diciembre de 2006, ya habiendo presentado las carpetas necesarias con el asesoramiento de Prohijar, los llamaron para ver si se animaban a recibir a 4 hermanos, cuando ellos se habían anotado para adoptar hasta a dos hermanitos. "Por algo será que esto nos llega ahora", pensaron y aceptaron la aventura de integrar a tres hermanos 8, 9, 12 y 13 años, tres mujeres y un varón. "Nuestra casa tenía un living, una cocina y dos dormitorios. Vivimos 8 meses todos juntos en el mismo espacio y sobrevivimos. La gente nos donaba ropa, peluches y muebles. Después estuvimos 6 meses en obra para refaccionar y ampliar la casa", dice Gabriela, con la satisfacción de haber superado la prueba.

Tienen un extenso jardín que los chicos disfrutan cada vez que pueden junto a sus amigos o primos. En la casa no tienen televisión, porque los padres decidieron priorizar la vida al aire libre. Durante la entrevista, los chicos traen mate y masitas a la mesa, buscan llamar la atención de sus padres y se distraen jugando con la computadora.

"Al principio yo tenía miedo. No sabía si me iban a dar vuelta la casa, si me iban a hacer un piquete o si se iban a querer ir. Para nosotros, los conocimos en su mejor edad, porque fue con la que llegaron a nuestras vidas. Yo creo que como padre no te perdés de nada porque todo es tan intenso que ni te enterás", cuenta José.

Todo fue nuevo, pero, sin embrago, ellos sienten que están juntos desde siempre, a tal punto que no se acuerdan de cuando estaban solos. José y Gabriela aseguran que no es tan simple como esperaban pero tampoco tan complicado como parecía. Apelando al sentido común y a los límites, consiguieron armar la familia que siempre quisieron tener. "Yo creo que el hecho de que sean hermanos ayuda a la adaptación, porque tienen sus propios códigos y lenguaje", dice José, convencido.

Poner a prueba
Durante el primer tiempo de convivencia, los chicos suelen poner a prueba a los padres para asegurarse de que no los van a abandonar, y es allí donde se les aconseja brindarles la contención necesaria para que entiendan que se ha formado una familia para toda la vida. "A mis hijos les costó confiar en que era para siempre. Al principio, cuando nos íbamos al cine teníamos que decirles que volvíamos, porque ellos necesitan esa seguridad", dice Soledad Ricci, quien junto a su marido Luis, adoptaron a 3 hermanos de 2, 3 y 5 años.

Todos formaron una nueva familia en Bella Vista, en la casa en donde Soledad vivió durante su infancia, acompañados por tres perros, un gato, dos coballos, y un amplio jardín con árboles y una pileta.

Los chicos reciben a La Nación con el uniforme del colegio, con un cartel de bienvenida en la puerta y nos hacen una recorrida por su nuevo hogar.

"Después de muchos años de tratamientos, empezamos a pensar en la adopción y nos acercamos a Anidar. A principios de diciembre de 2004 armamos 25 carpetas y las mandamos a cada uno de los registros provinciales de adopción. El 21 de ese mismo mes, nos llamaron de un juzgado porque había tres hermanos en espera. Los chicos vivían en un hogar y el juez quería que pasaran esas fiestas con una familia. En tres días, ya los teníamos en casa", cuenta Luis.

Su entorno los ayudó mucho y la familia fue fundamental en ese sentido. Soledad se tomó 3 meses de licencia en su trabajo y después modificó y acortó sus horarios para poder estar más tiempo en casa con sus hijos.

"Tenemos los problemas que puede llegar a tener cualquier familia. Ellos de a poquito van adaptándose, buscando su lugar en el mundo. Es algo que se tiene que trabajar y mucho. Para ellos todo es nuevo, es un mundo nuevo para descubrir cada día", dice Soledad.

Para Luis lo más complicado fue perder la independencia que habían disfrutado durante sus 13 años de casados, porque los chicos lo empezaron a demandar en forma constante. "Es verdad que acarrean historias, pero todo es superable. Lo que pasa es que hay que ponerle garra y tiempo. Son chicos que necesitan atención permanente. Es impresionante como ellos te van devolviendo lo que vos les vas dando", dice.

Por lo general, como han tenido que superar situaciones complejas, estos grupos de hermanos desarrollan un vínculo de supervivencia, y se cuidan mutuamente. "Ellos aprendieron de grandes a jugar, a hacerse amigos y a ser hijos. De a poco se fueron mimetizando con nosotros. Es impresionante como copian los gestos y las frases", dice Soledad, que tiene grabados a fuego esos días en que se escondía debajo de la escalera, para que sus hijos no la encontraran y le gritaran mamá por primera vez.

"Son dos carencias que se unen. Tanto ellos como nosotros nos necesitábamos y se formó una familia", concluye Luis.

Todo indica que este tipo de adopción implica enormes desafíos, pero ninguno parecería imposible de superar con las herramientas necesarias y la voluntad suficientes.

Por Micaela Urdinez
De la Fundación LA NACION


Contactos

Prohijar: www.prohijar.org.ar


Anidar: www.anidar.org.ar


Campos del Psicoanálisis: www.psicoanalisis.org.ar


Fundación Adoptar: www.adoptar.org.ar


Fundación Adoptare: 4865-4924

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ATREVANSE!!!
Nuestra historia de adopción comenzó en 2005. Dadas nuestras edades y nuestras historias personales, aspirábamos a adoptar una niña de segunda infancia, o dos, si fueran hermanitas, o un niño y una niña, pero la condición era que el sexo femenino estuviera presente.

Así es que recurrimos a la ONG Anidar y con su asesoramiento conocimos historias de adopción diversas, fáciles algunas y más complicadas otras. Por estas últimas deseábamos que el Juzgado que nos tocara en suerte nos llamara por la edad menor posible dentro del rango elegido inicialmente, esto es de 5 a 9 años.

Sorpresivamente, tres meses después de presentar la carpeta recibimos la llamada de una jueza de una provincia del interior, que nos proponía la guarda de un niño de 10 años, cosa que se alejaba apenas del rango de edades elegidas y nos acercaba a aquel prejuicio de que cuanto más grande, más difícil. Más conmocionante fue aún saber que se trataba de un varón, ya que veníamos alimentando la idea de una niña. No dudamos en aceptar. No podíamos decir que no, no se trataba de elegir la antigüedad de una casa o el modelo de un auto, sino de un niño que nos esperaba, un niño que sería nuestro hijo.

Así, el 4 de marzo lo conocimos. Nos enteramos también de que ya había cumplido los 11 años, pero nos enamoramos de él y nos olvidamos por completo de nuestras expectativas con respecto al sexo.

En pocos meses de convivencia tuvimos que aprender lo que es fácil y lo que es difícil de esta integración de su historia a nuestras vidas. Pero sobre todo aprendimos lo difícil que fue para él abandonar su lugar natal, sus amigos del hogar, subir a un micro con dos extraños y encontrarse de pronto viviendo en una ciudad loca como Buenos Aires.

Hubo días tormentosos, de rebeldías, de mal humor, que si bien son características generales de todos los chicos, en este caso tuvimos que tener siempre presente su particularidad, producto de su historia, del amor que le faltó y del maltrato que recibió.

Fue necesario tiempo para que él nos aceptara como padres; tiempo para que comprobara que no lo íbamos a abandonar, tiempo para que dejara de usar palabras que aprendió y que pertenecen a un pasado que no eligió.

Aprendimos como padres que la adopción es un proceso que no nos atañe sólo a nosotros. También él nos tuvo que adoptar como mamá y papá, y en ese proceso nos fuimos transformando, adoptándonos. Aprendimos que él necesitaba pertenecer a una familia, saber que tenía el lugar que nunca tuvo.

Hoy, a más de tres años de compartir nuestras historias, porque ya tiene 14 años, podemos asegurar que viviríamos una y mil veces aquellos primeros días, en los que todo fue maravilloso -incluyendo los sinsabores-, como es maravilloso verlo crecer amándonos y amarlo cada día sintiendo que fue nuestro hijo desde siempre.

Hace más de un año nos pidió un hermano y eligió a un amigo del hogar donde vivió.

Nos atrevimos nuevamente, decidimos compartir su deseo y emprendimos una vez más el camino. Su nuevo hermano tiene tres años más que él, 17, y está con nosotros desde hace nueve meses. Es otra su historia, es otra su particularidad, otra experiencia por integrar a nuestras vidas. Estamos aprendiendo a ser otra vez padres, partiendo de lo nuevo y lo aprendido con nuestro primer hijo.

La relación entre lo nuevo y lo aprendido es compleja, donde lo nuevo adquiere una dimensión preponderante, ya que una vez más se trata de hacer confluir historias de vida diferentes, que en este caso es una larga historia de 17 años, con aspectos generales que hacen que un adolescente comience a incorporar nuevos códigos y que una familia empiece a aceptar otros que hacen a la condición etaria: música, costumbres, salidas nocturnas, límites, nuevos amigos. Nuestros hijos no son bebes, pero son niños al fin y nos esperaban como padres.

Hay cientos que esperan por ustedes como ellos lo hicieron por nosotros. ¡Atrévanse!


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Un proceso valioso y gratificante

Múltiples factores han incidido para que -cada vez con mayor frecuencia- personas solas o matrimonios, deseosos de ejercer el rol parental, decidan adoptar niños mayorcitos.

Es cierto que en estos casos el proceso de adopción tiene ciertas peculiaridades. No se trata de un bebe al que se lo puede trasladar en brazos, pero sólo es un proceso distinto, no menos valioso o gratificante.

El niño viene con una historia previa, que aunque a veces dura, es parte de su vida, y como tal, los adultos -sus futuros padres- deberán aceptar. Por otra parte, estos niños tienen más discernimiento que uno chiquito. Y también ellos deben aprender a conocer y aceptar a esos padres. Se trata de una elección mutua, de la progresiva creación de lazos de recíproco afecto y confianza, que se irán afianzando en el tiempo.

Desde instituciones oficiales y ONG reconocidas, se brinda orientación y acompañamiento para que el proceso de vinculación tenga respaldo profesional y guarde el ritmo de gradualidad adecuado al caso.

Alojado en hogares o institutos, un niño podrá -en el mejor de los casos- recibir cuidados y enseñanza, pero sin resolver la carencia de aquello que es esencial para su desarrollo sano y armónico: la pertenencia a un seno familiar.

En algunos casos, será adecuado recurrir a otras figuras como un padrinazgo, una tutela o un acogimiento. En otros, el dictamen judicial de adoptabilidad abrirá la posibilidad de búsqueda de una familia adoptiva.

El testimonio de adultos que han asumido el desafío de recibir a un niño mayorcito y los logros que él puede obtener, resultan el mejor estímulo para quienes aspiran a ejercer esta paternidad particularmente valiosa y fecunda.

Los autores son abogado y mediador de familia, y asistente social especializada en adopción, respectivamente

viernes, 3 de julio de 2009

Un hombre solo contra la mafia y la miseria

Historias con nombre y apellido
por Jorge Fernández Díaz, diario La Nación de Buenos Aires. Sábado 27 de Junio de 2009

El primer aviso mafioso llegó un viernes. Ocho hombres prolijos, bien vestidos y armados para una guerra tomaron por asalto el taller de la escuela gráfica de los chicos pobres, los amenazaron de muerte y se llevaron unos pocos pesos.

El segundo aviso fue dado casi tres meses después: encapuchados secuestraron a un adolescente de la Obra Juan XXIII, lo pasearon en un auto bordó y le advirtieron que quemarían tres edificios de la Fundación Pelota de Trapo.

Sesenta días más tarde enviaron el tercer aviso. Levantaron de la calle a un educador, lo metieron en una Ford EcoSport y le dijeron: "Alejate de esa campaña de mierda contra el hambre; éste es el último aviso". Lo golpearon fuertemente, le apuntaron con una pistola y lo dejaron a quince cuadras de la estación Gerli.

La tercera fue la vencida, y entonces Alberto Morlachetti, creador de esa fundación famosa, coordinador del Movimiento Nacional de los Chicos del Pueblo e impulsor de la campaña nacional "El hambre es un crimen", se convenció de que la mafia no se detendría y que todos estaban en peligro de muerte.

No se equivocaba. Desde ese momento ocurrirían todavía cinco ataques más. Interceptaron a una docente en Temperley. Luego raptaron, golpearon y le realizaron perversas heridas leves con un cúter en brazos y piernas a otra educadora de ese movimiento humanitario. A los diez días se la llevaron de nuevo en José C. Paz, la narcotizaron y la dejaron tendida boca arriba en una plaza frente al cementerio de Chacarita. Lo mismo hicieron con otro maestro de un hogar para niños, que apareció tirado en plaza Constitución, y también con un voluntario que dejaron libre en el hipermercado Coto de Lanús después de un viaje de miedo y aprietes.

La razón de tanto ensañamiento es, aunque resulte increíble, una campaña pacífica pero multitudinaria que se lleva a cabo en todas las provincias y que tiene un fin noble: difundir la demencial hambruna por la que pasan millones de argentinos. La noticia llegó hace unos meses hasta el diario El País de Madrid, que comenzaba el artículo con esta estadística: "Ocho niños menores de cinco años mueren por desnutrición al día en la Argentina, uno de los mayores exportadores de alimentos del mundo".

El protagonista de esta movida no gubernamental y de esta campaña amenazada es un hombre singular que empezó como canillita, estudió sociología en la Universidad de Buenos Aires, dedicó su vida a los chicos pobres porque él mismo lo fue, y está sentado ahora frente a mí, en una casa de Avellaneda, adonde va Serrat de vez en cuando a tomarse unos mates y donde el Viejo -así le dicen todos con cariño- fuma indolentemente un cigarrillo tras otro.

Bordea los 66 años, tiene cáncer de próstata y arde en deseos de terminar el tratamiento y estar mejor para volver a vivir en la sede de la Fundación porque extraña terriblemente a los niños. Le señalo el cigarrillo y Alberto se ríe: "Fumé toda la vida, esto no tiene nada que ver con la próstata". Así que no me jodas, pudo haber agregado, pero se guarda el pensamiento por cortesía de recién conocido.

Vengo a contar su historia, y el Viejo lo sabe. Pocas veces accede a notas. No le gusta la exposición y me pide que no abunde demasiado en su enfermedad porque hay buenos pronósticos y porque no quiere aparecer vulnerable ante sus "hijos". Se lo ve bien, lúcido y afable. Los secuestros del año pasado se detuvieron misteriosamente, pero todavía siguen enviando de vez en cuando mensajes intimidatorios a sus celulares. ¿Quiénes son? ¿Quiénes pretenden desarticular una idea que busca concientizar sobre el gran drama argentino? ¿Existe una especie de nueva Triple A en la provincia de Buenos Aires? No hay respuestas, y entonces yo le pido que me cuente algo. Me cuenta una vida.

Morlachetti nació en el campo, pero su patria es Avellaneda. Vivía en un conventillo, en el tiempo del empedrado y el tranvía, cuando esa zona todavía estaba cruzada por la ética del trabajo. Alberto andaba todo el tiempo en la calle. "Hay delitos que para los pobres nunca prescriben -me dice recordando correrías que no quiere precisar-. La pobreza es dura, una cicatriz abierta."

Todavía existía el gallego del café de la esquina que lo escondía de la policía o le daba algo para comer. Igualmente recuerda esa sensación inolvidable: tener hambre, padecer ese dolor de estómago vuelto amargura y desesperanza. Alberto se salvó de lo peor porque sus padres lo mandaron al colegio y porque en el puesto de diarios se hizo adicto a la lectura. Pero muchos de sus compañeros se quedaron en el camino: "La pobreza no es una elección -me explica como si hiciera falta en esta sociedad frívola-. La pobreza es una imposición: te pone una pistola en la cabeza".

Alberto tiene una pena inmensa por esos pibes que no pudieron salir del laberinto. "A mis amigos les saquearon las palabras", me dice. La lucidez del lector, la posibilidad de amueblar la vida con libros, lo rescataron a él de un destino trágico. En su adolescencia, leía de todo: diarios, revistas, libros; Camus, Marx, el Nuevo Testamento. Y se quedaba en los potreros del crepúsculo pensando que era posible construir un paraíso en la tierra.

De forma natural, comenzó a organizar partidos de fútbol y después campeonatos, y a dirigir a equipos con chicos de la calle. Todavía era muy pobre cuando se anotó en la UBA y estudió sociología. Trabajaba y estudiaba y era un exotismo en el barrio. Alberto era sesentista. Los años 60 eran los años de los sueños. Pero su madre era católica. Le dejó un legado preciso: "Cuando algún día la vida te trate duramente, tomá la mano de un pobre".

Gracias al fútbol Alberto arrancó con su plan. Creó primero los "sábados de chocolate": partido y chocolatada con facturas, que garroneaba en panaderías del barrio. No lo hacía como una cuestión política ni por simple caridad. Lo hacía con amor legítimo por esos chicos, que provenían de villas, de orfandades, de la nada oscura. Lentamente, comenzaron a plegarse clubes, sociedades de fomento, vecinos.

El Viejo era joven, pero sabía perfectamente que debía construir un territorio. Lo hizo. Con rifas, con donaciones, con trabajos y rebusques, logró comprar dos lotes y levantar la Casa del Niño de Avellaneda. Desde ese dificultoso comienzo hasta ahora han pasado cerca de treinta años. Hoy tienen una imprenta, una panadería, dos hogares, una granja, bibliotecas, consultorios y sobre todo una organización nacional donde comparten alegrías y fuerzas con otros trescientos emprendimientos solidarios de todo el país, como la Red El Encuentro, de José C. Paz, o el Hogar Juan XXIII, de Avellaneda.

Cuando en los inicios Alberto Morlachetti abrió la sede de la Fundación y se mudó a ella con chicos de la calle, todo el mundo le decía que estaba loco. ¿Cómo era posible que alguien con tanta capacidad intelectual, que era docente universitario y había leído a Marcuse y seguido de cerca los textos de la Escuela de Francfort perdiera el tiempo en esos menesteres y se pusiera a tiro de esos chicos difíciles? Más allá de las convicciones, estaba la íntima necesidad de compartir su vida con aquellos niños de modales distintos y problemáticas duras pero que sabían querer mejor que nadie.

Los primeros fueron recogidos de cuevas indignas ubicadas detrás de la Facultad de Derecho. Alberto les dio cobijo, instrucción, horizonte y certidumbre. En 1977, comenzó el aluvión de los chicos callejeros, y Pelota de Trapo dio refugio a muchos de ellos. Alberto era el "padre" de todos y, al principio, tragaba saliva, en medio de sus contradicciones. Esos niños bravos tenían costumbres salvajes y lenguaje áspero. "Yo tuve que aprender de ellos -me dice-. Tuve que aprender para enseñarles."

Se enfrentó a la droga, que antes era la cocaína y el Poxiram y hoy es el paco, y a la prepotencia de la policía y sobre todo al prejuicio social. Morlachetti presenció, a lo largo de estas décadas cómo se dinamitaban en la Argentina los puentes de comunicación entre los grandes y los chicos de todas las clases sociales, y también cómo la sociedad iba colocando al niño en el lugar de victimario y enemigo público.

"Cuando un chico comete un error no es hora de estigmatizarlo y castigarlo con rigor sino de abrazarlo fuerte -explica-. A veces algunos de esos actos desesperados (no me refiero por supuesto a los homicidios ni a violencias graves) son incluso un buen signo. Un gesto de vida. Esas conductas violentas, transgresoras, antisociales, son una esperanza, como dice Winnicot, un notable de la psiquiatría. Mirá, los pibes librados a su suerte, los chicos abandonados, son un tema muy complejo. Si construir un vínculo no es algo espontáneo ni con el recién nacido, cuando toda la historia está por escribirse, ¿cómo se va a gestar un vínculo con el chico de la calle cuando en su historia nada pasó por seducirlo para la vida sino todo lo contrario? Suelto de madre es necesario domiciliarlo en un vínculo amoroso. No hay pedagogía sin ternura."

No puedo sino pensar en las noticias violentas que tienen a los menores como protagonistas absolutos. Pero también percibo, como en un ramalazo de luz, dos cosas: este hombre no es meramente un teórico, y como el padre Pepe de la Villa 21 y tantos otros soldados laicos o religiosos, políticos o apolíticos, de derecha o de izquierda, como tantos héroes en la trinchera de la miseria y el hambre, Alberto Morlachetti sabe de lo que habla aunque intente sacar el agua de un bote agujereado con la ayuda de un pocillo. Está solo en medio del mar. El Estado no lo acompaña más que con algunas becas y subsidios menores. El Estado no está ni para la foto. Sigue adelante con los médicos de la Fundación Garrahan, con donaciones y sobre todo con la buena voluntad de la gente.

Las grandes tesorerías de la política de cualquier signo faltan a la cita. Tal vez con esas tesorerías se podría practicar con eficiencia y masividad la política de la paciencia y la ternura, y no la ley de la reja y el gatillo. Pero más allá de discursos progresistas, hoy no hay plata para eso. Se ve que la plata rinde más en otro lado.

Muchos de aquellos niños rebeldes que al Viejo le daban dolores de cabeza hoy son señores con oficios y cargos bien rentados en empresas. Le traen ahora a sus nietos y le cuentan sus progresos. Son hombres hechos y derechos con la cultura del trabajo totalmente incorporada. Alberto recuerda cuando tenía que retarlos, cuando los esperaba despierto toda la noche hasta que volvían, cuando afrontaba con preocupación y a veces con humor sus diabluras.

"Una vez vienen a contarme que en una excursión uno de mis chicos, Ernesto, había robado manzanas de un puesto -recuerda con una sonrisa lluviosa-. Lo agarré al pibe y le dije: ¿cómo se te ocurre hacer eso? Momento, Alberto -me contestó-. No es así. Yo vi las manzanas rojas y sentí que me llamaban. "Ernesto, lleváme. Ernesto, lleváme", me decían las manzanas. Yo no las robé, sólo accedí a lo que me pedían." Ernesto hoy es fotógrafo y sigue cantando tangos, y tiene una buena familia. Era, en aquellos viejos tiempos, un residuo de la sociedad.

No piensa el Viejo que no haya que castigar el delito. Todo lo contrario: sostiene que se debe ser duro. Pero introduce una salvedad: "Los delitos grandes no los hacen los chicos". Le asombra el poco conocimiento que tienen los funcionarios sobre la problemática de la minoridad carenciada. Le dan vergüenza ajena. Y lo asusta que, comparados a los primeros chicos que él sacó del pozo, los pibes de esta década están más empobrecidos. Ahora el paco directamente los discapacita. "La droga, más allá del lucro, es funcional al sistema de dominación", dice enojado.

De pronto irrumpe en esa casa el hijo de una colaboradora cercana. Es un niño pequeño y Alberto deja la entrevista y la frente arrugada para abrazarlo y jugar con él con una felicidad impúdica. Es tan feliz ese hombre viejo con ese niño sonriente que quedo descolocado, como el involuntario voyeur de una intimidad sublime. Me doy cuenta en un gesto cuánto amor hizo falta para levantar todo esto. Y que ese amor no es impostado y racional, sino un torrente natural que le viene de muy adentro al canillita que se volvió campeón.

Luego nos recomienda que visitemos la panadería que levantaron en una esquina pelada. Quisiera venir con nosotros, pero el tratamiento lo tiene cansado. Los chicos de Alberto están, a esa hora, en la trastienda con el repostero. Preparan manjares. Los miro y me pregunto quién podría querer dañarlos. ¿Quiénes secuestraron, golpearon y amenazaron a esas personas buenas? ¿Quiénes envían todavía amenazas de muerte a celulares? ¿Existen incipientes escuadrones de la muerte en la provincia de Buenos Aires? ¿A quién beneficia callar la verdad?

El hambre es un crimen. Qué duda cabe. Una panadera de 17 años se sube a un banquito y anota, en un pizarrón donde hay una receta de pionono, esta frase: "Aquí no sólo se amasa el pan. Cobran sentido nuestros sueños. Echan a andar nuestros proyectos. Amasamos el país que amamos".

Deja el lápiz. Está prolija y orgullosa. Alguna vez esta chica tuvo la mirada opaca y fría. Pero ahora me mira con ojos brillantes. Asiento con la cabeza y salgo a la intemperie. Pienso en el Viejo.

Tiene que recuperarse rápido, Viejo, hay mucho trabajo. No me falle.

Cae la tarde sobre Avellaneda.

El personaje
ALBERTO MORLACHETTI
Creador de la Fundacion Pelota de Trapo

Quién es : tiene 66 años, es ex canillita, sociólogo de la UBA, creador de esa fundación e impulsor de la campaña nacional El hambre es un crimen.


Su obra : fundó hogares, cooperativas, jardines maternales, consultorios para carenciados, escuelas de oficio, granjas y redes sociales.


Distinciones : fue premiado y reconocido por Alemania, Suecia, Estados Unidos, el Instituto Bet-El, la Organización Mundial de la Salud, las Naciones Unidas y muchas instituciones argentinas y latinoamericanas. La Comunidad de Madrid le dio el Premio Infancia.


Fundación : para comunicarse hay que enviar e-mails a www.pelotadetrapo.org.ar